Observamos como Ceuta se alejaba detrás nuestro desde la popa del ferry que nos llevaba de regreso a la península.
África quedaba atrás, y el viaje por Marruecos finalizaba.
Estábamos cruzando el imponente Estrecho de Gibraltar, famoso desde la antigüedad por ser la puerta que separaba el Mar Mediterráneo de la inmensidad desconocida del gran océano.
Cabe recordar que las palabras «América» y «Atlántico» no les significaban nada a aquellos hombres, pero en su lugar barajaban los nombres de otros misteriosos lugares como la «Atlántida» para lo que pudiese encontrarse más allá del estrecho.
Sin embargo, no hace falta remontarse tanto en la historia para poder comprender su gran importancia geoestratégica.
Durante siglos y cada vez más en la actualidad, el Estrecho de Gibraltar es el punto de ingreso a Europa más transitado por la inmigración africana que llega al viejo continente buscando una vida mejor, alejada de guerras tribales, escasez de recursos y enfermedades.
Comercialmente, es una de las vías de acceso marítimo más utilizadas y miles de barcos lo cruzan anualmente.
Su ubicación, convirtió al estrecho en el diamante en bruto de las luchas militares europeas durante cientos de años, y aunque el peñón homónimo que custodia el paso fue cedido en perpetuidad finalmente a Inglaterra en el siglo XVIII tras la Guerra de Sucesión, aún sigue siendo una fuente de reclamo por el Gobierno Español, que lo entiende como propio.
Tras unos escasos 40 minutos de travesía, desembarcamos Janire y yo en el puerto de Algeciras, una ciudad agradable y típicamente andaluza.
Eran los últimos días de nuestro recorrido y el regreso a nuestra ciudad en el País Vasco, Bilbao, sería al día siguiente.
Sin embargo, quisimos aprovechar ese día final para conocer uno de los lugares más curiosos que tiene el continente europeo: el Peñón de Gibraltar, que resultaría ser una pequeña Londres incrustada en el sur de la península ibérica.
Confieso que desde siempre me vi más atraído por los sitios pequeños, alejados y con un toque llamativo, que por las grandes capitales turísticas. Tengo mejores recuerdos de la diminuta República de San Marino que de la majestuosa capital británica, y al excéntrico Principado de Mónaco lo disfrute más que a las grandes urbes balcánicas con aires europeos.
Ni bien llegamos a «La Verja», nombre con el que se conoce a la reja divisoria entre este territorio británico de ultramar y la fronteriza ciudad española de «La Línea de la Concepción», nos dimos cuenta que Gibraltar sería uno de estos lugares que tanto nos atraen.
La primera sorpresa con la que te espera Gibraltar la recibes apenas cruzado el puesto de control policial: A falta de espacio natural en el pequeño peñón para construir un aeropuerto que mantenga al territorio con comunicación directa con Londres, los gibraltareños se las arreglaron para extender transversalmente el istmo separatorio y colocar artificialmente un aeropuerto que atraviesa la única vía de acceso a Gibraltar.
¿El resultado? ¡Como la vía de acceso es tanto vehícular como peatonal, un semáforo indica cuando se puede cruzar la pista y cuando se debe esperar a que aterrice o despegue un avión! ¡Si entrar caminando a un «país» (si es que se puede considerar así) a través de un aeropuerto no es algo extraño, no sé que más puede serlo!
Una vez cruzado el aeropuerto y al entrar a la ciudad, las sorpresas continúan. ¡O al menos, no esperábamos encontrarnoslas dentro de la Península Ibérica!
Cabinas de teléfono rojas, los contenedores de basura negro y dorado, la Avenida Winston Churchill, «Fish and Chips» por doquier, las hamburguesas más caras que hemos comido y un perfecto inglés con acento londinense oído de la boca de todos los «llanitos» (como se auto-denominan los gibraltareños), fueron sólo algunas de ellas.
Estábamos caminando por un barrio cualquiera de Londres, y el idioma castellano sólo se oía de parte de los comerciantes que cruzan diariamente «La Verja» buscando compras reducidas en impuestos.
El peñón incluso utiliza su propia moneda asociada a la británica, la «Libra de Gibraltar», algo completamente atípico en estos pequeños territorios de Europa Occidental.
Lo que no queda muy claro es sí todas estas políticas proteccionistas que se perciben en Gibraltar son para aumentar el sentimiento de unión con el país de la Reina, o para demostrarle al mundo que Gibraltar no es español.
De hecho, en nuestra caminata por la ciudad de Gibraltar, nos hemos cruzado a una marcha de protesta ante «la opresión española» que quiere apoderarse de su peñón, lo cuál sinceramente, nos produjo una cuántas risas. Los escasos nueve manifestantes se mostraban furiosos ante la situación actual, en donde el agua que rodea al peñón es considerada española y ellos no poseen permisos sobre el mar colindante a su territorio.
Unos meses después, una nueva disputa entre ambos países estallaría, justamente sobre el tema del agua.
Más allá de la curiosa zona urbana, el Peñón de Gibraltar se guarda unas sorpresas aún mayores para los visitantes: ¡Los macacos de la roca!
Estos simios son los únicos en toda Europa que aún viven en estado salvaje, y se recomienda tener mucho cuidado porque pueden llegar a ponerse agresivos en búsqueda de comida.
Se encuentran mayormente en lo alto del peñón, y aunque no los hemos podido ver en la ciudad misma, hemos leído que muchas veces bajan y se pasean como sí nada, entre personas y autos.
Los macacos de Gibraltar son claramente una de las principales atracciones para aquellos que llegan al territorio de los «llanitos», buscando algo más que tabaco y alcohol a bajos precios.
Es posible subir también a lo alto del peñón para verlos, tanto en taxi como en teleférico (6 minutos de ascenso).
Si bien una parte de la cima está fuera del acceso visitante ya que se trata de una zona militar restringida, el resto del montículo está plagado de antiguos túneles y cavernas de la época de la defensa del peñón, y pueden ser visitados con guías que te transladan a esos años de lucha entre las fuerzas realistas y las británicas, que hoy tanto enorgullecen a los victoriosos gibraltareños.
La red de túneles es de tal magnitud, que incluso pareciera que hay una segunda ciudad bajo la roca al observar los mapas que se venden en las oficinas de turismo.
Como se imaginarán, la mala combinación de historias militares y precios astronómicos nos ahuyentó de la idea de subir al peñón, por lo que preferimos «caminarnos todo el país a lo largo» (Bueno, aunque sean sólo seis kilómetros) hasta el «Europa Point», el fabuloso mirador que se encuentra en la punta misma del peñón, custodiado por un faro, una iglesia y una mezquita.
Llegamos justo para el atardecer, el cuál disfrutamos observando la tranquilidad del Estrecho y el continente africano que acabábamos de dejar como telón de fondo de esa inolvidable imagen.
Pronto dejaríamos Gibraltar, la disputada península-roca al sur de España, una alquimia británico-andaluza demasiado llamativa como para perdérnosla en nuestro paso por allí.
Un pequeño pedacito de Londres, pero que en sus escasos 7 km2 ofrece seis playas, puerto de veleros, zonas salvajes, un aeropuerto transversal y hasta oírles hablar un idioma propio, el Llanito, un «Spanglish» local que mezcla el acentuado inglés de la reina con el marcado español andaluz.
Pero ahora sí, era momento de terminar este recorrido y volver a Bilbao. Pero los viajes no se acabarían aquí, y nuevos destinos nos estarían esperando para los próximos meses.
¡Un saludo a todos! ¡Hasta entonces!