Como conté en el post anterior, tras haber cruzado el río Éufrates hacia el este, el drástico cambio en los paisajes y en el estilo arquitectónico de sus ciudades me hizo saber que finalmente había llegado al Medio Oriente turco.
Hacía unos 20 días que estaba recorriendo la península asiática de Turquía, y lamentablemente mi tiempo disponible para ello ya estaba agotándose.
Unos reencuentros inmensamente esperados por mi tenían fecha estipulada para dentro de apenas unos pocos días, y tenía que estar de vuelta en Estambul para poder llegar sin atrasarme. Eso significaría el final de esta Odisea por el Mundo, pero también resultaría en el principio de una nueva historia, aún más increíble.
De todos modos, aún quedaban dos días de esta introductoria pero genial visita a Medio Oriente y pensaba aprovecharlos al máximo.
SanliUrfa, la maravillosa ciudad de callejuelas estrechas y muros amarillos, ya había quedado atrás, y una vez más estaba en ese genuino lugar donde siempre me siento cómodo: la ruta.
El camino me llevaba hacia una zona habitada por varios pueblos con distintas lenguas (turco, asirio, árabe y kurdo), ninguna de ellas suficientemente conocidas por mi como para armar mínimamente frases básicas, y con una muy baja probabilidad de que alguien hablase un idioma que yo controle.
Por eso mismo, elaboré el tradicional cartel de autostopista y me dispuse a esperar. «Mardin», escribí, mientras deseaba para mis adentros tener éxito pronto.
La espera fue corta. A los cinco minutos ya me estaba ofreciendo los mencionados pistachos turcos, y ambos íbamos escupiendo sus rosadas cáscaras por la ventana.
Intenté entablar una simple conversación en turco, preguntándole cómo se llamaba y a qué se dedicaba. Entre varias respuestas que no llegué a entender, repetía algo que sonaba como «biranyeir», señalándose el pecho.
Me pareció raro que se llame así, ya que los nombres turcos tienden a ser más breves, pero igualmente no sabía el significado de esa palabra, así que sólo sonreí y asentí con la cabeza.
Sin embargo, a eso de mitad de camino, mi conductor frenó frente a una estación de autobuses y me indicó que hasta ahí me llevaba. «Mardin, mardin», repetía yo, pidiéndole que continúe. Pero él se reía, ponía cara de «lo siento» y me señalaba la terminal.
Refunfuñando me bajé del auto con mi mochila, le dí las gracias y crucé a la estación.
Me pregunté donde estaría y busqué algún cartel que lo indicase. Y allí lo leí…
¡Claro! ¡Era de suponerse! ¡«Viransehir» era el nombre del pueblo hasta donde el conductor podía llevarme!
Me lo dejo por escrito para recordarlo mejor. Otro tip de autostopistas: Mirar un mapa previamente y recordar el nombre de los lugares cercanos de camino a donde uno se dirige, para evitar momentos como ese.
Ya iba cayendo la tarde, y apenas me vieron entrar en la terminal de autobuses, se me vinieron «al humo» todos los vendedores de cada una de las empresas, como en cualquier otra terminal del país. (¡Mala costumbre la de los comerciantes turcos, que más que convencerte de que les compres el pasaje a ellos, logran asustarse y hacer que huyas por inundarte de destinos a los que no querés ir y elogios a tu nacionalidad, seas de donde seas!)
Era tarde para continuar con autostop, y calculé que el precio del autobus a Mardin no sería muy caro desde allí. Después del acostumbrado regateo, logré un buen número y el pasaje para dentro de un rato.
Una hora después de subirme al bus, ya de noche, se para en otra terminal y me vienen a buscar particularmente a mi para que me baje.
¡Epa, epa! Eso no era Mardin y esta vez lo sabía muy bien. La terminal indicaba el pueblo cercano de «Kiziltepe». ¿Qué está pasando ahora?
Me señalaron a un chofer en un taxi. ¡No, no, no! ¡No pensaba pagar un taxi para llegar!
Consulté mi mapa a ver donde estaba. Mardin estaba unos kilómetros fuera de la ruta por la que veníamos, por lo que entendí que el bus debía seguir de largo pero el taxista me llevaría gratis (en realidad, convenido con la compañía de transporte) hasta Mardin.
Al ver que la situación era como yo suponía, me tranquilicé. No veía la hora de llegar, buscar un hostal barato, y tirarme a descansar después largo día que había comenzado yendo al santuario de Göbekli Tepe, 14 kilómetros caminando desde SanliUrfa. (pueden imaginarse mi estado para entonces)
¡Qué lejos de la realidad estaba! ¡Aún no sabía que me aguardaba lo peor!
Terminé llegando a Mardin cerca de las 10pm, por lo que la imagen que ven de esa increíble ciudad en la montaña no la tendría hasta el día siguiente, debido a la oscuridad.
El taxi me dejó frente a un hotel, cerca de la base de esa montaña, en la ciudad nueva. No tenía averiguado nada sobre Mardin, así que ni sabía donde había hostales, pero me figuré que quizás en la montaña, por ser lo más atractivo, podía tener mejor suerte.
El taxista repetía que no había hostales en la ciudad, y quizás tenía razón. Lo intenté en el hotel, y me alegré al ver que el recepcionista tenía mínimos conocimientos de inglés para poder comunicarme.
Afirmó que no había hostales, que ellos eran el hotel más barato, y que me hacía un precio especial con la vieja excusa de que no había muchos clientes en ese momento. (Precio que empezó en 70 liras turcas y terminó en 40, unos 20 euros, lo cuál no era muy caro para un 3 estrellas)
Los últimos días habían sido extenuantes, y sentía que necesitaba descansar bien para seguir.
Consideré buscar otro lugar o contactarme con algún usuario de CouchSurfing (si existía). Pero con el cansancio que tenía, la necesidad de buscar conexión a Internet para encontrar otro sitio, y la posibilidad de recargar energías por la mañana con un desayuno buffet, terminé aceptando la oferta del hotel.
El recepcionista me pidió el pasaporte unos minutos para poder copiar los datos y me indicó que podía ir subiendo a mi habitación mientras tanto. Era la más lujosa que haya tenido en un par de meses, y eso que era muy simple. Al entrar, recuerdo haberme dicho «¡Esta noche descansaré como nunca!».
¡Qué equivocado estaba!
Habían pasado sólo 5 minutos desde que entré a mi habitación y me tumbé en la cama, cuando sonó el teléfono.
– «Disculpe señor, ¿puede bajar un momento que … tuvimos un inconveniente?»
– «¿Un inconveniente? ¿Qué paso?»
– «Por favor… (unos instantes de silencio)… Necesitamos que baje»
No entendía que podría estar sucediendo, pero al llegar y ver la cara de nervios y arrepentimiento del recepcionista, me esperé lo peor.
El recepcionista, de nombre «Murat» (¡no me lo voy a olvidar jamás y lamento no haberle hecho una fotografía!), me explica que copiando los datos de mi pasaporte, vio una «manchita» sobre mi foto, y no se le ocurrió mejor idea que «quitarla suavemente» sólo «con el dedo» y de «esta manera» (un gesto de cómo quién barre un poco de suciedad con la mano).
Usé comillas en esas expresiones porque por lo que van a ver ahora, creo que la manchita sería simplemente una motita de polvo, «con el dedo» debió ser «con la punta del bolígrafo» que casualmente aún tenía en la mano cuando comenzó a hablar, y «quitarla suavemente» sería «quitarla sin tener el más mínimo cuidado de que estaba manipulando un documento de otra persona».
¿El resultado? La foto de mi pasaporte con la cara desfigurada, el papel arañado, y un inesperado y tremendo problemón en una alejada región de Medio Oriente
El muy desgraciado empezó con excusas… Qué el papel no debía ser de buena calidad, qué «miré miré, sólo hice así y se rompió», qué seguro en la frontera no le harán problemas o qué en la embajada le hacen pronto otro igual.
Supongo que ver la cara de incalculable enfado que tenía en ese momento, le habrá dado a entender que la gravedad real de lo que acababa de causar.
Pasando mi propio dedo por el resto del pasaporte le mostré que así no se había podido romper, le dije que era un mentiroso (¡y otras cuántas cosas peores!), que lo había hecho con el bolígrafo o la uña, que en la frontera de esos países medio-orientales no me iban a permitir pasar con un documento en ese estado, y que no tenía pensado pasar por Ankara, (la capital de Turquía y donde está la embajada argentina) pero ahora tendría que desviarme con la esperanza de que alguien me lo solucione pronto (y a un costo económico importante por la urgencia), ya que tenía un vuelo desde Estambul en unos pocos días.
Su cara de terror, disgusto y arrepentimiento no tardaron en llegar. ¡Creo que incluso pensó que yo saltaría el mostrador para pegarle!
Se acabaron las excusas y comenzó inmediatamente con las disculpas. La noche iba gratis, la siguiente también, la cena de aquel día sin costo alguno, y él mismo llamó a la embajada y me pidió una cita allí para dentro de unos días.
Cada vez que me veía pasar por los pasillos me decía «lo siento» y bajaba la cabeza, al punto que al final casi que yo me sentía mal por haberle hecho sentir tan culpable.
¡Pero sabía muy bien que no tenía que sentirme así! ¡Ni un poco! ¡Nada! ¡No debió haber tocado tan descuidadamente el documento de viaje de otra persona! ¡Me causó un problemón e incluso mi cara en el pasaporte sigue desfigurada hasta el día de hoy!
Unos días después, en la muy modesta embajada argentina en Ankara, sólo me pudieron dar un «Pasaporte de Emergencia», de dudosa apariencia legal, que ya me causo más de una sospecha policial en otras fronteras, y sólo valido por un año.
El pasaporte digital real sólo se puede hacer en Argentina, por lo que creo que el daño que causó ese día «Murat» mereció totalmente el disgusto que le hice llevar. ¿Ustedes que creen?
La fortaleza militar que gobierna la montaña…
Al día siguiente, y ya más tranquilo después del incidente del hotel, salí a recorrer la ciudad de Mardin.
Había hecho muchos kilómetros, alejándome de prácticamente todo recorrido turístico por Turquía, para adentrarme en Medio Oriente y llegar hasta allí. ¡Y si que valió la pena!
Mardin es un pueblo encantador. Está ubicada en la cima de una montaña, y es reconocida en el país por su fascinante arquitectura, que se caracteriza principalmente por el gran trabajo de compleja decoración que tienen las amarillentas piedras talladas de cada construcción.
Más allá de alguna calle principal, obviamente de tierra y combinando perfectamente con el entorno, el resto de la ciudad no son más que estrechos callejones y pasajes entre casa y casa.
Su gente vive en las calles, siguiendo el típico estilo tradicional de la región. Allí está el trabajo, la vida social y es donde sucede cualquier evento de la agenda diaria.
Es curioso, por ejemplo, observar a los vendedores ambulantes. En cualquier lugar, sea calle, acera o terreno vacío, se detienen con su improvisado carro de dos ruedas, apoyan una balanza y colocan una deteriorada sombrilla que los proteja del intenso sol. ¿Qué venden? ¡Lo que sea! Bananas, maníes (cacahuetes), pistachos, almendras, aceitunas o manzanas.
Parece que no tienen un rubro fijo. Al día siguiente, vi a los mismos vendedores pero con diferentes productos.
Mardin está ubicada en el corazón del territorio de los asirios (también llamados «siríacos» o «caldeos»), un pueblo muy antiguo de la zona.
Su origen se remonta a tiempos del Imperio Sumerio-Acadio, en los inicios de la civilización mesopotámica, y su idioma, el asirio, tiene conexión directa con el arameo clásico que se hablaba en tiempos de Jesús.
Es la sede de una de las ramas primitivas del cristianismo, cuya ortodoxia se dividió de Constantinopla apenas en el s.IV, y a unos kilómetros de allí se encuentra un auténtico monasterio que le sirve de recinto religioso principal y que mantiene aún su numerosa comunidad intacta.
Los asirios ya son un pueblo muy reducido con menos de 4 millones de personas.
Las duras persecuciones en las últimas décadas y una alta tasa de emigración a otros países como Suecia o Estados Unidos, los cercaron prácticamente a Irak, Siria y a la provincia de Mardin en Turquía, pero afortunadamente, hoy viven en convivencia relativamente pacífica con los árabes, turcos y kurdos de la zona.
Durante la década de los 90s, Mardin estuvo cerrada al turismo internacional y considerada una región muy peligrosa para visitantes, debido al conflicto armado entre el ejército turco y el brazo armado del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán), el partido político comunista que defiende la independencia del Pueblo Kurdo.
Por ese motivo, la histórica y bella fortaleza que se encuentra en la cima de la montaña de Mardin, fue lamentablemente transformada e incluida dentro de una zona militar, y su acceso está estrictamente prohibido. Según los locales, intentar cruzar la alambrada que la protege es sinónimo de suicidio.
Más allá de eso, y de sólo poder observarla desde afuera, el resto del pueblo también es precioso.
Sus pequeñas casitas descendiendo en cascada por la colina, sus «madrazas» (escuelas islámicas), sus mezquitas con sus minaretes, la amabilidad y sonrisas de sus habitantes…
¡Una joya perdida en Medio Oriente, alejada del turismo masivo, y exclusiva para viajantes intrépidos!
Dejando mis últimas huellas en la Rosa del Kurdistán…
El incidente del pasaporte había cambiado mi escueta planificación de los siguientes días. Tendría que pasar por la capital de Turquía, Ankara, en mi regreso a Estambul. Haciendo sencillas cuentas, sólo me quedaba un día más en Medio Oriente. ¡Qué pena!
Miré el mapa y las opciones sólo me generaban incógnitas… ¿Diyarbakir? ¿Hasankeyf? ¿Midyat? ¡Qué nombres aquellos! Mmm… ¿Una ciudad llamada «Batman»? ¿En serio?
Las guías turísticas de Turquía dejan prácticamente afuera a esta alejada zona del país, impensada para visitantes hasta hace apenas 10 años. Urfa era el último indicio de turismo, y eso había quedado unos 200 kilómetros atrás.
Finalmente, creo que elegí la menos turística de aquellas opciones, que hasta mis amigos en Estambul luego se preguntaron donde quedaba y si existía esa ciudad.
Avancé otros 150 kilómetros hacia el que sería el punto más oriental de mi viaje, en un destartalado bus regional, bordeando la frontera sur del país turco.
¿El destino? El pueblo de Cizre, un reducto kurdo próximo a la triple frontera entre Siria, Irak y Turquía.
Cizre se encuentra ubicada sobre el Río Tigris, el otro de los dos grandes afluentes de la Antigua Mesopotamia.
Todo el viaje desde Mardin a Cizre fue sobre una ruta que bordea la frontera con el vecino país sirio. Debido a la terrible guerra civil que se vivía del otro lado, la misma estaba cerrada y fuertemente custodiada con torres de vigilancia cada unos pocos cientos de metros.
Aunque afortunadamente el conflicto no había llegado al país donde yo estaba, la situación se notaba tensa y las noticias de ambos presidentes amenazándose mutuamente eran preocupantes.
Como les dije, sólo me quedaba un día en la región, así que estaba totalmente a salvo, pero ver la cara de los adultos y los niños de allí, y preguntarme que sería de ellos en los próximos meses, era un sentimiento desgarrador.
El conflicto sirio ya lleva más de 2 años y se ha cobrado más de 100.000 vidas.
Tanto la situación dentro del país como la de los refugiados en países vecinos es una total locura, un sinsentido inhumano, y que pide a gritos la toma de conciencia de sus propios participantes, y en lo posible, sacarnos a todos nosotros también de ese sentimiento habitual de indiferencia que presentamos ante estas cuestiones, sólo porque nos suenan lejanas y ajenas a nuestra cotidianeidad.
Retomando el relato, el pueblo de Cizre me esperaba con más atractivos que los esperados, algo muy positivo y que siempre te deja con una sensación satisfactoria.
En una mezquita del pueblo, se encuentra la tumba del Profeta Noé, el mismo que construyó el arca que salvó a la humanidad del diluvio universal.
Según la tradición occidental, tras aquel diluvio el arca se depositó en el Monte Ararat, el pico más alto de Turquía.
Pero de acuerdo a la oriental, incluso respetada por los cristianos de la zona, el monte en donde finalizó el navío fue en el Monte Judi, actualmente en las afueras de Cizre, y lo del Ararat es sólo una suposición por su elevada altura.
Supuestamente, Noé descendió del arca con su familia y fundó este pueblo con el nombre de Thamanin, donde vivió y murió.
Una interesante historia, aunque para tomarla con pinzas. Hay poca evidencia real de que aquella tumba conserve algún vestigio humano, y encima hay otros dos sitios en Líbano y Jordania que también dicen poseer los restos del profeta.
Una madraza (escuela) en Cizre dice conservar la tumba de otros dos personajes históricos de los que probablemente no hayan escuchado hablar: Mem y Zin.
«Mem y Zin» es el nombre de la más famosa epopeya nacional kurda. Son dos chicos pertenecientes a distintos clanes familiares, que se encuentran un día y se enamoran.
Querían vivir juntos, pero Bakir, de un tercer clan, intenta impedirlo. Finalmente, Mem es asesinado por Bakir mediante un conjuro. Cuando Zin recibe la noticia, se desmorona en su tumba y muere. Es enterrada al lado de Mem.
La noticia de la muerte de Mem y Zin enseguida se extiende entre la gente de sus clanes. El pueblo descarga su ira en Bakir, que es asesinado y enterrado entre Mem y Zin. Una zarza, alimentada por la sangre de Bakir crece de la tumba: las raíces de la maldad se hunden profundamente en la tierra entre las tumbas de Mem y Zin. Así que finalmente los amantes quedan separados incluso en su muerte.
La leyenda, con grandes similitudes a la de Romeo y Julieta, tiene un gran simbolismo para los kurdos. Mem representa al pueblo y Zin al Kurdistán, que permanecen separados por circunstancias desgraciadas y no pueden convertirse en una unidad.
De hecho, es verdad que en esto se ha convertido su territorio. Aún estando habitado mayormente por el mismo pueblo kurdo, su país se vió cortado en un mapa por el injusto cuchillo de algunos militares sentados en una mesa de negociaciones, y dividido arbitrariamente entre Turquía, Siria, Irak e Irán.
La veta romántica de esta historia, y su ubicación en el pueblo de Cizre, le dieron como apodo a la ciudad el de «La rosa del Kurdistán».
Una mezquita con un curioso minarete inclinado (tal como en Pisa, Italia) de extraña base cuadrada cierra los pocos pero interesantes atractivos de esta histórica ciudad kurda.
Existe también un histórico puente de arcos decorado con símbolos astrológicos, que cruza el emblemático Río Tigris al sur de la ciudad. De este sólo pude ver algunas fotos, porque su estratégica posición lo hace sólo accesible a destacamentos militares cercanos.
Lamentablemente, aquí se acababan mis días en el Medio Oriente turco. Ahora me esperaba un eterno viaje de regreso de 1700 kilómetros hacia Estambul, pero con dos escalas.
Una, la ya mencionada escala obligatoria en Ankara para obtener un nuevo pasaporte. Pero la segunda, en posiblemente el lugar que más me ha impactado de todo Turquía, la conocerán en el próximo post.
¡Hasta entonces! ¡Saludos!
veeeenga..donde esta tu vena benvolente? escusas a todos y al «rompe-pasaportes» no? pobre…besos!
Tengo una vena benevolente, pero él «rompe-pasaportes» no merece ninguna consideración!!! He dicho! Jeje Muxu!